De niña descubrí muy temprano que «el niño Jesús», quién religiosamente (nunca mejor dicho) traía mis regalos la noche del 24 de diciembre era nada más y nada menos que les integrantes de mi familia. A mis 5 años el niño Jesús me dejó una carta diciéndome que había sido muy buena niña y que debía seguir portándome bien, sin embargo, la carta estaba escrita con la letra de mi tía, quién siempre ha tenido una escritura muy particular, tanto que incluso yo, a mis cinco añitos pude notarlo de inmediato. Recuerdo que cuando pregunté por qué el niño Jesús tenía una letra idéntica a la de mi tía, esta tartamudeó, y viendo a mi madre respondió con cero seguridad que: «como el niño Jesús estaba recién nacido no podía escribir, por eso le había dictado a mi tía lo que quería decirme». Rápidamente respondí que me parecía curioso que no supiera escribir pero que sí pudiese traer regalos (dado que era un bebé que acababa de nacer), a lo que mi familia decidió rendirse y contarme todo, no sin antes advertirme que no le comentara nada a mis compañeros de clases porque ellos «no estaban preparados» para conocer la verdad.
Me pareció una petición extraña en ese momento y me sigue pareciendo una petición extraña ahora, ya que ¿Cuál es la razón para ocultar una verdad que eventualmente se sabrá y que terminará inevitablemente rompiendo el corazón del infante? y más aún ¿Para qué crear el mito desde un inicio? ¿No sería mejor decir que diciembre es una época en donde se celebra la unión familiar o cualquier otra cosa que no involucre bebés cargando regalos y dictándoles cartas a adultos?
Nuestra lógica a veces no tiene mucho sentido, menos cuando se trata de ocultar cosas que inevitablemente terminaremos por saber de una forma u otra, y muchas veces no de las maneras más amables. Quizás una de las anécdotas literarias contemporáneas más claras en este aspecto sea la historia de Carrie y su paso al a madurez. Creo que todos recordamos haber visto con un poco de asombro la reacción de Carrie (novela de Stephen King de 1974 adaptada al cine en 1976 por el director Brian de Palma) ante su primera menstruación, en una mezcla de angustia y terror por aquel sangrado desconocido y repentino, que evidentemente generó un trauma que se sumó a su ya atribulada personalidad y que fácilmente pudo haberse evitado de haber tenido una conversación previa al respecto. Claro está, este filme contiene todo un trasfondo simbólico sobre la menstruación y su vínculo con la fuerza femenina, elementos que llamaban profundamente la atención de su creador Stephen King, y que posee un discurso por demás interesante acerca de ese ocultamiento y vergüenza con la que se ha asociado la menstruación en casi todas las épocas.
Sin embargo, estas líneas no van sobre las disertaciones simbólicas ciertamente fascinantes acerca de la menstruación y lo femenino, sino más bien por otro tema de igual carga polémica: la invisibilización de la educación sexual en edades tempranas como un tabú que arrastramos hasta nuestros días y que, como a Carrie, nos ha hecho mucho mal.
En el mismo orden de ideas del niño Jesús, la invisibilización de una realidad (terrible, sí) como la depredación sexual en nuestra sociedad nunca ha servido para prevenir o solventar el problema, proteger a nuestros hijes o pequeños familiares de un posible abuso pasa por distintos elementos, dentro de los que están acompañarlos y guiarlos en sus procesos de socialización temprana en la calle, parques y otros espacios públicos, pero también por darles las herramientas necesarias para que, en la medida en la que no podamos acompañarles (como por ejemplo en la escuela) elles sepan reaccionar de forma acertada ante una posible agresión. Es curioso (¿o no? ya hablaremos de eso más adelante) que nos parezca completamente natural enseñarles a nuestros hijes diferentes indicaciones que les permitirán ser ciudadanes funcionales en el espacio público (así como minimizar accidentes) pero que, cuando hablamos de darles educación sexual muchos de estos padres, madres y tutores se cierren a la posibilidad como si les estuviésemos proponiendo que sus hijes deberían consumir cocaína o inscribirse en una secta satánica. ¿Por qué la mención de una educación sexual temprana genera tanto rechazo si no es más que otra herramienta indispensable para la protección de nuestros hijes? Quizás la respuesta se encuentre en nuestras concepciones sobre el sexo y los prejuicios sobre la educación sexual, muy difundidas por grupos a los que no les conviene mucho que la educación sea realmente reflexiva.
La paradoja de la «libertad de expresión»
Antes de profundizar en este tema revisemos otra de las consecuencias de la falta de educación sexual: la confusión actual entre orientación sexual y depredación sexual. Aprovechando el discurso inclusivo promovido por movimientos sociales sexo-género-diversos y feministas, entre otros, se pretende hacer pasar la idea de que «Love is love», slogan creado por los movimientos GLBTIQ+, incluye dentro de su concepción de «amor» a la pedofilia, incluso creando un bulo por redes sociales que dice que la pedofilia forma parte de este movimiento cuando en la realidad no existe tal cosa como una «orientación sexual pedófila». Este discurso es profundamente peligroso, ya que, instrumentalizando esta frase de “love is love”, se quiere meter con calzador, mediante un ejercicio silógico simplista que “si amor es amor y los pedófilos ‘aman’ a les niñes, entonces está bien ser pedófilo, del mismo modo que está bien ser homosexual o bisexual”, y pues, es una afirmación errónea y además muy peligrosa, que coloca en un mismo espacio a una persona de sexualidad sana y diversa junto a un depredador con una sexualidad altamente problemática, como si fuesen equivalentes.
Para entender mejor la urgente necesidad de rechazo hacia esta treta engañosa disfrazada de “derecho” podemos acudir a Popper, quien en su “Paradoja de la tolerancia”, nos ilustra con claridad el punto:
La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto como ellos, de la tolerancia. Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los argumentos racionales, sino que, por el contrario, comiencen por acusar a todo razonamiento; así, pueden prohibir a sus adeptos, por ejemplo, que prestan oídos a los razonamientos racionales, acusándolos de engañosos, y que les enseñan a responder a los argumentos mediante el uso de los puños o las armas. Deberemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes.
Del mismo modo que Popper presenta su paradoja de la tolerancia, así debemos leer la libertad de expresión y acción, dentro de un marco de consideraciones y no como una abstracción absoluta. No podemos tolerar a los intolerantes y no podemos permitir que la falsa creencia de un «derecho» atropelle otro derecho. Esto es fundamental para comprender la confusión generalizada (y para nada inocente) del discurso sobre la pedofilia como una supuesta «orientación sexual», así que vamos a explicarlo de forma sencilla para no seguir cometiendo este error en nombre de «la libertad de amar».
Cuando los grupos activistas o militantes de la sexodiversidad defienden el «amor es amor» lo ponen dentro de un contexto muy específico, su contraste con el amor heteronormado, la visibilidad que este tiene, así como lo aceptado y perfectamente naturalizado que está en nuestra sociedad. Siendo esto así, la frase «amor es amor» llama más a comprender que amar a un hombre o una mujer es indiferente en cuanto al sentimiento en sí, y no puede ser valorado como mejor o peor, ni como malo o bueno. Ahora, otro elemento que tienen los grupos GLBTIQ+ en sus relaciones y es fundamental para diferenciarlos, es el consentimiento como primer valor. Dos personas, en pleno uso de sus facultades, que deciden estar juntas. Entonces, bajo esta premisa comprendemos mejor que un hombre tocando a una mujer dormida o inconsciente, así como a un niñe no es apropiado; en ambos casos por la misma razón, no puede haber consentimiento bien sea porque el otre no puede otorgarlo activamente, o porque no posee la madurez emocional y cognitiva para comprender lo que está sucediendo.
Ahora bien ¿Qué pasa cuando a un niño, niña o adolescente no se le explica que su cuerpo no debe ser tocado sin su consentimiento? Pues, que generamos una situación de vulnerabilidad en la que el niño o la niña, quien ha sido educado y educada en un contexto en donde se le pide que escuche, atienda y obedezca al adulto, no sabe cómo reaccionar o negarse ante una situación que, de algún modo siente que está mal, pero que al mismo tiempo no puede racionalizar porque no maneja las herramientas para hacerlo. Una situación frustrante por la que, además, muchos de nosotres debimos haber atravesado en algún punto, de forma dramática y ligeramente traumática, como Carrie en aquella icónica escena.
Muchos grupos feministas han hecho encuestas por redes sociales sobre el tema del acoso callejero bajo el título de «mi primer acoso», y el resultado de estas encuestas dice que la edad promedio en la que las niñas recibieron su primer acoso (verbal, físico, psicológico, etc.), fue entre 9 y 12 años. La primera en idear este ejercicio fue una feminista brasileña de nombre Juliana de Faria, quien fundó una ONG llamada Think Olga para combatir el acoso sexual callejero. Cuando la invitaron a dar una Charla TED y Juliana relató que su primer acoso había ocurrido a la edad de 11años, obtuvo como repuesta que no podía decir eso, que era mentira, que nadie acosaría a una niña tan pequeña y que se estaba «victimizando» como acostumbraban a hacer las feministas. Más adelante, en el 2015 en la edición para Brasil de un programa internacional llamado Master Chef concursó una niña brasileña de 12 años, a quien acosaron por redes con comentarios como que «ya estaba grandecita» y que era «violable».
Esta manifestación de pedofilia tan evidente y masificada generó indignación en los grupos feministas brasileños y desde Think Olga se comenzó el hashtag “Mi Primer Asedio” para denunciar la pedofilia normalizada. Este hashtag llegó a más de 200 mil tuits y determinó por estadísticas que la edad promedio en el que las niñas en Brasil son acosadas es de 9,7 años de edad.
Tiempo después, una feminista colombiana llamada Catalina Ruíz-Navarro expuso en Twitter un mensaje con el hashtag “Mi Primer Acoso”, en México, y la abrumadora respuesta hizo que en menos de 2 horas se posicionara como Trending Topic, con mujeres compartiendo su experiencia, todas, relatando sus primeros acosos a partir de edades que iban desde los 7 hasta los 14 años de edad. Ahora, en el 2020, una vez «destapada» la olla del pedófilo multimillonario Epstein y su red de trata y prostitución de las élites, en la que participaron desde empresarios de renombre (como Bill Gates) hasta presidentes como Bill Clinton y miembros de la monarquía inglesa, ya no nos parece tan descabellado aceptar que vivimos en una sociedad en donde la pedofilia ronda en cada rincón, pero más allá de eso, se está comenzando a ver no como un asunto de «desviados» si no como un tema social muy ligado a una forma de relaciones de poder y de una forma de masculinidad evidentemente tóxica, peligrosamente naturalizada y ocultada por gruesas capas de velada normalidad.
Entonces, en una sociedad en donde sabemos que estos fenómenos sociales ocurren con muchísima más frecuencia de la que creemos y que no se limita a hombres raros que viven en cabañas apartadas de la sociedad, sino que son el profesor, el empresario, el presidente, el ingeniero, el abogado exitoso, el político que carga bebés y besa a ancianas, el vecino agradable y educado, el psicólogo certificado, el cura (tema para otro artículo) o tu tío, primo, padre o abuelo ¿a quién o quiénes realmente les conviene que no se le entreguen las herramientas psicológicas a les niñes para que aprendan no solo identificar sino también a responder de forma asertiva y rápida a este tipo de situaciones? ciertamente no a les niñes y adolescentes.
Tinta Violeta
Septiembre 2020

Victoria Alen | Feminista, escritora, correctora, investigadora en formación continua y miembra de Tinta Violeta.
Add a Comment