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En defensa de la sensibilidad

En estos días se ha vuelto muy común replicar los aportes de personas que se están repensando la manera de relacionarnos con frases como “ahora todo les ofende”, “estamos en la época de lo políticamente correcto” o, la más nueva “todo le molesta a la generación de cristal”. A primera vista podría parecer un reclamo justo para aquellos que sienten que “no pueden decir nada” sin que se les interpele, e incluso podríamos decir que hay excepciones en donde estos argumentos tienen cabida. Sin embargo, usualmente se utiliza cuando alguien hace un comentario homofóbico, racista, misógino, clasista o de otra índole y como, evidentemente no quiere aceptar su comportamiento inapropiado, apela entonces a este pseudo argumento. Lo cierto de todo esto es que pareciera que nos cuesta aceptar que venimos de una sociedad poco equitativa, que nos socializan para ser racistas (o endorracistas), misóginos, homofóbicos y clasistas, o, en la misma onda, poco empáticos o reflexivos con el mundo que nos rodea.

Hannah Gabsy, una comediante australiana, entra un poco en estas aguas de reflexión durante su segundo Stand Up Comedy llamado Douglas, en donde, sin muchos miramientos y con un humor muy fino, nos va relatando que somos una sociedad muy poco acostumbrada a criticar lo que hemos aceptado como natural, y más allá, muy renuentes a cambiarlo. Ella comenta en un momento de su show que a ella la atacan mucho por plantear situaciones de una manera que, según esos que la critican, no habían escuchado antes, y como ellos no lo habían escuchado antes, entonces es falso. Ante esto comenta “las personas que tienen poca tolerancia al cambio me producen un poco de tristeza, imagínate que esté en clases y le estén hablando del triángulo equilátero, y como esa persona nunca escuchó del triángulo equilátero antes entonces se moleste y no lo acepte”. Aunque la analogía de Gabsy es un claro reductio ad absurdum, no dista tanto de la realidad y sirve para ilustrar el punto.

Es importante admitir que venimos de una sociedad conservadora, en todo el sentido de la palabra, una sociedad muy poco abierta al cambio, a lo nuevo, a lo diverso, especialmente si esa diversidad se presenta en formas de avances sociales. “Somos una sociedad progresista” dicen algunos al hablar de la occidentalización de nuestra cultura, pero lo cierto es que cuando hablan de “progreso” se imaginan carros voladores y gadgets variopintos, pero no una sociedad en donde la nacionalidad no sea un impedimento para movilizarse de un lugar a otro o donde la diversidad de pensamiento y comportamiento sea natural. Claro, hemos de entender que no es nuestra culpa como individuos, crecimos dentro de un sistema cuyos aparatos ideológicos hacen su trabajo en nuestras mentes desde bien pequeños. No más nacer ya nos asignan color según nuestro sexo biológico, y si nacemos en un punto geográfico considerado por otros “tercer mundo” y bajo condiciones de desventaja económica, es ley que nos toque pasar mucho trabajo y discriminación en la vida.

Ahora, podríamos pensar que en la medida en la que crecemos y nos damos cuenta de que vivimos en un mundo ultimadamente cruel, busquemos herramientas, no solo para analizar ese mundo que nos tocó, sino también para tratar de modificarlo, de manera que sea un poco menos duro para las generaciones siguientes. Pero en el camino nos encontramos no solo con obstáculos externos, sino también con ese conservador interno, ese proto facho inoculado que cruza la calle al ver a un hombre negro, que se indigna cuando ve a dos hombres besarse, y que hierve en ira cuando observa a mujeres luchar por sus derechos en las calles. Ese pequeño conservador es el que espeta por redes, en colérica respuesta que “no se puede decir nada, que esta generación de cristal se indigna por todo”. También espeta que la vida antes era mejor y que el veganismo es una ridiculez de moda, junto con, claro, el feminismo, y el “marxismo cultural”.

Todos estos ataques tienen un solo fin, procurar detener el cambio ante una sociedad que está comenzando a dar cuenta de la finitud del planeta, de la violencia social y de la inequidad económica. Dentro de todo esto subyace, en primera instancia, un profundo resentimiento hacia lo que nos hace humanos, hacia la sensibilidad. Llamar “generación de cristal” alude, mediante una metáfora, a una persona que es frágil, sensible, características históricamente asociadas con lo femenino y por ende, negativas. Y lo curioso, aparte de la relación velada e inconsciente con lo femenino es que, en líneas generales, para nuestra sociedad, lo sensible es signo de debilidad, ergo, algo que debe ser erradicado por molesto e inservible. Ahora bien ¿se imaginan un mundo sin sensibilidad? Incluso ¿sin fragilidad? Sería un mundo sin artes, sin empatía, sin solidaridad, sin aquello que nos convierte últimamente en humanos. ¿Existen obras que no requieran de una canalización de aquello que perturba el alma, por ser terriblemente sensible a la dureza de la sociedad? Y no importa cómo esa sensibilidad se plasmé en lo material, con la ironía de un Aquiles Nazoa o la crudeza de un Lemebel, incluso, con el enigma de una Remedios, es, sin duda, la sensibilidad, lo que permite al artista convertir una obra en lo que es, traspasar las barreras del tiempo y hacerse inmortal, materializando un sentir colectivo en pintura, música, texto, danza o teatro.

Entonces ¿qué pasa con esta aversión a lo sensible, a lo frágil, a lo humano? ¿O es que vamos a negar que somos increíblemente frágiles como seres vivos? Nuestra piel se rompe fácilmente, nuestra mente puede ser manipulada con las tretas más sencillas, nuestro cuerpo no resiste una semana sin agua y morimos en un santiamén. ¿Será que, al final, nuestra aversión a la sensibilidad no es más que nuestra negación a la muerte? En cualquier caso, aquello que negamos con furiosa terquedad se nos repite y se nos vuelve destino hasta que lo hacemos consciente, parafraseando al señor Carl Jung, por lo que sería interesante proponernos un trabajo de reflexión sobre aquello que nos genera repudio automático y pensarnos que quizás esa rabia, esa aversión, ese rechazo, no sea más que aquel conservador encopetado, intentando detenernos en nuestra evolución como especie, ya que, al final, aparte de la muerte, lo único que tenemos claro, es que todo cambia y debe cambiar.

Tinta Violeta

Octubre 2020

Victoria Alen | Feminista, escritora, correctora, investigadora en formación continua y miembra de Tinta Violeta.

 

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